El 10 de Agosto de 1836, hace siglo y medio nació con su divisa el Partido Nacional. El país todo lo celebró con júbilo y orgullo, comprendiendo que esos 150 años era, y mejor decir son, la historia entera del Uruguay. No se trata de abstracciones o entelequias, o textos que los blancos hayan leído o escrito: es la historia que hicieron viviendo y muriendo para transformarla, como dice Croce, en hazañas de libertad. Por eso sentimos que ese pasado está hoy más vivo que nunca en el presente, nos explica, nos impulsa y nos enseña el porvenir.
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Los blancos no forjaron su vocación de libertad en el análisis de los enciclopedistas o los textos europeos de derecho natural: se trataba, simplemente, de afirmar y defender la dignidad de la gente, de toda la gente., que es el único modo de asegurar la paz. Por eso hicieron la guerra. La libertad individual, los derechos políticos, el respeto de la voluntad de la ciudadanía en 1897, 1904, 1910. Y fueron miles muchos miles, los que murieron para imponer el sufragio libre y el acatamiento a la voluntad ciudadana. Es decir, la libertad. Esto es lo que evocamos con unción cuando decimos, cada día con más orgullo: ¡Viva Saravia! Cuando a alguien se le ocurrió acuñar la expresión antiimperialismo, hacia tiempo muy largo que los blancos, que por eso se llaman hoy nacionalistas, andaban desangrándose en la lucha con los imperios y la defensa de la soberanía y la integridad e la nación. Nunca vieron esto como una categoría política ni lo consideran hoy tema de análisis para politólogos: lo sintieron simplemente como arrogante expresión de la conciencia nacional en formación y lo afirmaron ininterrumpidamente forjando una tradición que nace en la Agraciada y continúa en la Guerra Grande. Paysandú y la terca y obstinada oposición a todo intento de intervención exterior. Y ni la más ciega pasión niega hoy que esto en el Uruguay se llama Lavalleja, Leandro Gómez, Herrera. Mirando hacia fuera, afirmando con rabia los derechos de la patria chica, sentimos, desde nuestra vieja herencia federal, la solidaridad con los pueblos que entonces todavía llamábamos – con más propiedad que hoy – iberoamericanos. No descubrimos el Caribe en mapas nuevos, y hace más de medio siglo que en el Uruguay fue Herrera el primero en denunciar y llorar la muerte de Sadino. Toda colectividad política persigue o debería perseguir el llamado bien común, pero para todos los nacionalistas no se trata de algo cuyo titular o sujeto sea distinto, superior o externo a la gente. Se trata simplemente, como diría Fierro “, del bien de todos”. Por eso el Partido fue siempre el de los paisanos, no el de los “dotores”, y se sintió y fue nacional, es decir, de la nación y no lucía otra bandera de la de ésta.
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Cuando llego la hora de la dictadura, ni nosotros ni ella nos equivocamos en saber dónde estaba el adversario, y el desenlace, que querríamos final, de la triste aventura exhibe los caracteres de la más estricta lógica histórica. La “salida” fue coja porque fue sin nosotros, y fue coja porque fue contra nosotros. Pero consideramos de nuestro deber declinar agravios para afirmar la legitimidad de un sistema democrático que nacía mal, para que creciera bien, y hemos contribuido así decisivamente a la consolidación de la estabilidad institucional. La afirmación no encierra ninguna vanagloria, porque hacer otra cosa hubiera sido traicionar un ineludible mandato de la historia. Pero tenemos el deber de decir que aún falta un buen camino por recorrer para llegar a la plena vigencia del sistema constitucional; todos saben que sobreviven prácticas que dificultan la armónica relación entre sus poderes del estado, que gran parte de la “legislación” heredada del “proceso” está fuertemente teñida de autoritarismo, y – sobre todo y lamentablemente – que el equilibrio de los poderes reales no siempre coincide con el sistema constitucional. Lo previmos con tiempo y no se nos escuchó. Si fuéramos otros, a estas horas andaríamos diciendo a los responsables que es de su cargo exclusivo corregir los desequilibrios que ellos mismos crearon. No lo hacemos porque nuestros deberes son para con el país y porque el Pacto del Club Naval se hizo sin nosotros, pero sus consecuencias las sufrimos todos. Algunas cacerolas, a la vista están, llegaron con retraso. Pero pueden contar con el Partido Nacional para ayudarlos, no a ellos sino a la nación, a superar las dificultades.
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Lograrlo es, desde luego, condición indispensable, pero no suficiente, para solucionar los problemas urgentes que enfrenta la República. Han trascurrido ciento cincuenta años desde que comenzamos a pensar en la vida nacional, pero falta menos de quince para que comience el segundo milenio que, como el primero, es esperado en la tremenda duda de si nos trae el desastre o el milagro, el miedo o la esperanza. Pero esto a una escala cósmica en la que este pequeño Uruguay no tiene posibilidad alguna de incidir. Lo que si depende de nosotros es determinar cómo afirmar nuestra viabilidad como nación y asegurar los mayores márgenes de felicidad a nuestra gente. Y no hay mucho tiempo que perder. Parecería que todos los sectores de la vida nacional están apostando a las perspectivas que le abren al país los procesos de integración que han comenzado a ponerse en marcha en esta parte del continente. Tienen razón pero a condición de no olvidar algunas cosas. El acercamiento económico y quizás político de Argentina y Brasil responde a una tendencia inexorable e irreversible que ya está más allá de la voluntad de los gobiernos. Por consiguiente, el Uruguay no tiene otra opción que integrarse en el sistema, que lo aplastaría si estuviera afuera y funcionaria mejor si estuviera adentro. Pero, aun en este caso, nuestro país puede dañar irreversiblemente su destino si no se prepara con energía y con audacia para el desafío que esto encierra. No basta con cumplir más o menos bien las concretadas pautas monetarias, o atender con mayor o menor puntualidad los compromisos externos, o ir solucionando a duras penas ciertas angustias financieras de algunas empresas, o ir dictando, tímidamente y por plazos siempre insuficientes, mediad de asistencia o promoción de las actividades productivas, o disminuir por grados los déficit fiscales a costa de aumentos paralelos de la carga tributaria, en fin, no basta con hacer lo que se viene haciendo, que consiste simplemente en ir tirando. Porque parece que nos abren mercados que pueden compensar o disminuir el prejuicio que nos causa la pérdida de otros, y eso está bien… Habrá, desde luego, que ponerse en condiciones para aprovechar las oportunidades que surjan, y no será fácil. El Uruguay produce hoy, en términos reales, lo mismo que hace treinta años, desde hace varios ejercicios, ve disminuir ininterrumpidamente el capital productivo de que dispone. No solo no invierte lo suficiente, sino que no atiende la depreciación de sus bienes de producción. Este es un cambio que conduce inexorablemente a la destrucción del país. Si no aprovechamos el poco tiempo que nos queda revirtiendo explosivamente la tendencia y dirigimos todas las energías nacionales a reconvertir tanto el sistema productivo como el aparato estatal dándoles seguridad, estabilidad y eficiencia, las consecuencias serian, a no lejano plazo, no solo lamentables, sino también irreversibles. Porque nos tendríamos que resignar a una nueva distribución regional en la que nuestro papel seria el de proveedores de productos primarios para las dos potencias industriales vecinas, y especialmente el Brasil. Naturalmente, también exportaríamos a dichos mercados lo otro que seguimos produciendo: universitarios, técnicos, obreros especializados. Es decir: inteligencia y educación. Y seguirían disminuyendo las posibilidades de proporcionar trabajo a quienes nacen, cada vez menos, dentro de las fronteras de un país cada vez más vacío, y cada vez más hueco por dentro.
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Y aunque resultará difícil recuperar el tiempo perdido, la tarea quedará para el Partido Nacional. Su hora llega siempre en las grandes encrucijadas, cuando la nación se juega su destino. Como ahora.